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El manco de Celaya 

Por Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas: México en llamasMéxico desgarradoMéxico cristeroTiaztlán, el fin del Imperio AztecaSanta Anna y el México perdido; Ayatli, la rebelión chichimecaJuárez ante la Iglesia y el Imperio 

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En junio de 1915, Álvaro Obregón acampaba en la hacienda de Santa Ana del Conde en Guanajuato. En compañía del general Francisco Serrano, el coronel Piña, los tenientes coroneles Jesús M. Garza y Aarón Sáenz y los capitanes Manuel Talamantes, Ríos y Valdés, se dirigía hacia las trincheras para evaluar la situación.

Obregón iba al frente, bromeando como era su costumbre, con toda la confianza de sentirse vencedor de Villa y de comandar al ejército más poderoso del país. Caminaban a escasos treinta metros de las trincheras, cuando sucedió la tragedia.

Al encontrarse entre un pequeño patio y el casco de la hacienda, una granada explotó y mandó a todos al suelo. El líder revolucionarioque quedó tirado boca abajo, se recuperó rápidamente del impacto para levantarse y hacer frente al enemigo. Cuando intentó desenfundar su pistola, miró con horror que su brazo derecho no podía tomar el arma, porque simplemente su extremidad había desparecido. Espantosos calambres y agudísimos dolores lo torturaron en segundos. Presa del pánicopues creía que moriría desangrado, tomó su pequeña pistola “Savage”, la cual ocultaba en su casaca, para volarse la sien con la mano izquierda. El arma no tronó porque un día anterior el capitán Valdés la había limpiado y había olvidado cargarla de nuevo. La providencia estaba con él.

En ese instante, el teniente coronel Garza, al ver las fatales intenciones de su general, llegó oportunamente a desarmarlo. En segundos, Obregón fue cargado por el coronel Piña y el capitán Valdés para ser puesto contra un muro en la sombra, donde estaría protegido de la artillería villista que seguía cayendo inclementemente sobre la tétrica hacienda. El teniente Cecilio López contuvo la hemorragia al hacer un torniquete con una sucia venda en el sangrante muñón.

Manuel Talamantes también había sido herido en la rodilla por algunos de los petardos. Afortunadamente, su herida no era de cuidado en comparación con la horrible mutilación sufrida por su valiente general.

 

En la improvisada enfermería, convalecían Álvaro Obregón y Manuel Talamantes. El doctor Enrique Osornio había tenido que amputar el brazo derecho del general un poco más arriba del codo para evitar la gangrena.

El líder revolucionario descansaba bocarriba con el pecho desnudo y trapos húmedos en la frente para bajar su temperaturaTenía su barba crecida de semanas por la promesa que se había hecho de no rasurarse hasta derrotar a Villa. Así, sobre el viejo camastro, parecía más un pirata mutilado en la cubierta de un galeón que el victorioso general de un moderno ejército. El valiente sonorense se mantenía con la mirada perdida en el techo del improvisado hospital, meditando sobre sus triunfos y derrotas. Era un momento crítico en su vida. 

—Me quise matar, Manuel. Me quise volar los sesos y la bala no estaba en la recámara de mi Savage. 

—Dios no quiso que muriera, mi general. A sus treinta y cinco años de edad todavía tiene mucho qué hacer por México. 

—No es la primera vez que deseo morir, Manuel. En 1907, a los veintisiete años de edad, perdí a dos de mis cuatro hijos y a mi esposa. También pensé en esa solución fatal y me frené porque las caritas de mis otros dos niños, Humberto y Refugio, me decían: «Papá eres todo lo que tenemos. No lo hagas». Gracias a mis tres hermanas pude seguir trabajando, mientras ellas cuidaban a sus sobrinos. A los dos años de esa tragedia inventé una máquina cosechadora de garbanzo que se fabricó en serie y fue comprada por todos los agricultores del Valle del Mayo. Para las fiestas del centenario fui a la capital como un hombre con dinero y de respeto. La vida me brindó otra oportunidad y le respondí bien. Ahora soy un manco con la ambición de ser presidente de México y voy a luchar hasta lograrlo, Manuel. 

—Carranza ha de estar muy orgulloso de usted.  

El gesto de Obregón cambió al ver entrar la rechoncha enfermera que daba su ronda. La mujer le preguntó si se le ofrecía algo y él la despidió con su mirada de diablo. Odiaba ser interrumpido. 

—Ese hombre me debe la presidencia, Manuel. Mientras yo he expuesto mi vida desde Sonora hasta la capital, el arrogante anciano sólo ha dado órdenes e instrucciones en elegantes salones con copas de vino y terrazas mirando a hermosas plazas. Tiene meses que no veo a mi familia. Me siento como su Porfirio Díaz, mientras él huye como Juárez en su carruaje. 

—Villa está derrotado, mi general. Ya no hay nadie que lo detenga. 

—Así es, Manuel, pero debo seguir el orden natural de los acontecimientos y las jerarquías políticas. El Primer Jefe, al triunfar el ejército Constitucionalista, debe ser el siguiente presidente de México. Después, seguiré yo y no quedaré manchado en la historia como un asesino oportunista. 

Obregón, en ese crudo momento de su despertar, estaba más preocupado por sus ambiciones políticas que por haber perdido su brazo derecho. Con el correr de los meses se acostumbraría a su nueva forma de vida. Tendría que aprender a escribir y a hacer todo con la mano izquierda hasta jalar bien el gatillo de una pistola para eliminar a sus peligrosos enemigos.

Pero la mutilación lo avejentaría a niveles alarmantes. Cinco años después, en 1920 llegaría a la presidencia hecho un hombre gordo, canoso y abotagado. En 1928, a sus 48 años de edad, sería asesinado en San ÁngelDesde su tragedia, emanco de Celaya luciría veinte años más viejo que alguien de su edad. 

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