Alejandro Basáñez Loyola
El 10 de febrero de 1928, el niño cristero José Luis Sánchez del Río, un muchachito de tan sólo catorce años de edad, fue sacado de la Parroquia de Sahuayo, que fungía como cárcel, y trasladado al cuartel, donde lo esperaba su compañero Regino Canales, como un prisionero más, en una amplia celda para cristeros.
—¡Regino! ¿Por qué te tienen aquí?
—El diputado descubrió que soy cristero, Pepe. Mañana me ejecutan.
—Dios nos manda este suplicio porque nos necesita a su lado. Es necesario que muramos como él murió en su cruz, para que ellos se den cuenta de la magnitud de su pecado y recapaciten.
Regino no salía del asombro ante las sabias palabras del niño, diez años más joven que él, que afrontaba la muerte con una sonrisa y optimismo que asustaban.
—Te admiro, Pepe. No sé quién eres ni quién está dentro de ti, pero eres un muchacho excepcional. Si en verdad existe un Dios arriba de nosotros, él te jalara con su mano a su lado.
José tomó a Regino con su mano para animarlo. La mirada llena de dulzura y amor del pequeño cristero impresionó tanto a su compañero que sintió que jamás la olvidaría.
—Soy un instrumento del Señor para crear conciencia entre los pecadores. Mi sangre fertilizará la tierra, donde nacerán mejores cristeros que nosotros. Ningún ejército humano le ganará la guerra a Dios.
Un par de horas después, la puerta de la celda se abrió. El niño fue sacado a empellones y Regino se quedó en el interior. Los soldados reían entre sí maliciosamente, como si estuvieran de acuerdo en algo. Minutos después, Regino sería llevado al panteón a presenciar el martirio de su amigo.
—¿Adónde me llevan?— preguntó José.
—Nos vamos a ir caminando al panteón, cabroncito, donde ya tenemos lista tu tumba.
José los miró estoico esperando lo peor.
—¡Vamos! No perdamos tiempo.
—Sí, pero tú te iras descalzo, pendejo.
El soldado golpeó salvajemente a José con una patada en la cara. Al caer al suelo, fue volteado bocabajo; mientras dos militares lo sujetaban, el capitán se sentó en su espalda y sacó su cuchillo. Como si rebanara dos láminas de jamón, desprendió las plantas de los pies del mártir de Sahuayo, haciéndolo gritar presa del dolor. El color se iba del rostro de Regino al contemplar el inicio de este suplicio. El perverso Rafael Picazo Sánchez, padrino del muchacho y cacique de la región, desde lejos miraba la escena complaciente.
—¡Camina, pendejo, que no tenemos tu tiempo!
José intentó incorporarse, pero el agudo dolor y el sangrado lo hicieron caer de nuevo.
—¡Que te pares, cabrón! Nadie te va a cargar hasta tu tumba. Llegarás allá por tu propio pie.
El pueblo se arremolinó en las calles, asombrado de ver al niño sacar fuerzas desconocidas para caminar y dejar huellas sangrientas sobre el empedrado de la calle que conducía al panteón.
—¡Viva Cristo Rey!— repetía José sin cesar, como para anestesiar el punzante dolor que lo atormentaba.
Sus padres lloraban desesperados al verlo. Era su obligación estar con él hasta el final. Regino lloraba también, sentía el dolor de su amigo como propio.
Entre caídas y levantadas, José llegó al borde de su tumba en el panteón del pueblo. Parado en la orilla de la fosa, con el rostro ensangrentado y los pies deshechos, gritó sacando fuerzas de la nada:
—¡Viva Cristo Rey!
—¿Renuncias a ser cristero?— preguntó el capitán, como dándole una última oportunidad. —Grita: ¡Muera Cristo Rey! Y a lo mejor te perdono. Anda, cabrón, ¡hazlo!
—¡Ya veo a Cristo! ¡Ya veo a Cristo!
Los guardias miraron asombrados hacia donde dirigía sus emocionados ojos el mártir de Sahuayo.
—¿Qué ven pendejos?— gritó el capitán—. Ahí no hay nada. Y hundió su bayoneta en un hombro del muchacho, con la intensión de torturarlo. Los otros soldados hicieron otro tanto con sus cuchillos, en las piernas y brazos del cristero.
José cayó bocarriba junto a la fosa, con un gesto extraño de placer y felicidad, como si viera algo que lo reconfortara y sirviera como bálsamo a su pasión. Los soldados de la tropa se echaron para atrás asustados. El capitán endureció su gesto, había perdido la paciencia.
—¡Viva Cristo Rey!
—¡Muérete ya, si así lo quieres, pendejo!
El capitán reventó la sien del pequeño José con una bala de su rifle. Se hizo un silencio sepulcral. El cuerpo del chico cayó en el fondo de la fosa, empujado por la lodosa bota del militar.
Regino sintió ganas de estrangular al capitán con sus propias manos. Un pequeño de siete años distrajo su atención, sollozaba en el suelo asustado por haber visto el martirio de su amigo José Luis. Conmovido, Regino lo levantó para reconfortarlo:
—¿Cómo te llamas?
—Marcial.
—No llores, Marcial. Pepe ya está con Dios. ¡Él ya está con Cristo!
El sollozo de la madre de José Luis hacía más triste el fatal desenlace. La vida del mártir de Sahuayo nacía de nuevo en el paraíso de Cristo.
En el futuro, el niño Marcial se convertiría en el polémico padre Marcial Maciel (1920-2008), fundador de los Legionarios de Cristo y acusado de pederastia al final de sus días.
José Sánchez del Río fue beatificado junto con otros doce mártires cristeros por el papa Benedicto XVI, el 20 de noviembre del 2005.
*Extracto tomado del capítulo 21 de México Cristero, de Alejandro Basáñez.