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El que a fierro mata

Por: Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas de Ediciones B: México en Llamas;  México Desgarrado; México Cristero; Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca; Ayatli, la rebelión chichimeca; Santa Anna y el México Perdido; Juárez ante la iglesia y el imperio y Kuntur, el Inca de Lectorum.

Desde su escandalosa derrota en Celaya, Villa iba de desgracia en desgracia. De su menguada División del Norte no quedaban más que unos cuantos hombres, en comparación a los miles de soldados que había tenido a su cargo meses atrás.

Después del asesinato de su compadre Urbina, el Centauro del Norte se reorganizó en Chihuahua. Contaba con el valioso apoyo de José María Maytorena, quien dominaba todo el estado de Sonora, exceptuando Agua Prieta, que era defendida por el general Plutarco Elías Calles. Villa decidió alcanzarlo, para juntos reorganizar sus fuerzas contra Carranza. 

El 6 de octubre, la mermada División del Norte partió para Nuevo Casa Grandes, Chihuahua. Al frente de la columna iba el “Carnicero” Rodolfo Fierro, junto con Fernando Talamantes. Fierro, después de su ríspida relación meses atrás con Talamantes, ahora se llevaba bien con él, y hasta parecía tenerle cierto aprecio.

Talamantes, jugándose el pellejo en la Hacienda de Nieves, había logrado sacar entre sus pertenencias una bolsa con monedas aztecas de oro de la casa de Tomás Urbina. La preciada bolsa se encontraba enterrada en un lugar que sólo él conocía, y que era inaccesible para cualquiera. 

Al terminar la refriega regresaría y le daría a Gisela la vida que se merecía por haberlo esperado tanto. Pensar en desertar ahora era una locura. Aún no salía del asombro de que Villa hubiera fusilado al ex general federal José Delgado por razonablemente renunciar a su División y querer irse con su familia a los Estados Unidos. 

El Centauro fuera de sí, ordenó su inmediata ejecución por cobarde. Ya ni pensar en lo que le había hecho a su preciado compadre Tomás Urbina. Esperar a que esto acabara era lo mejor.  

Rodolfo Fierro era el único general que seguía ciegamente al Centauro. Bien le había dicho una vez Villa a Eugenio Benavides, cuando le exigió castigo a Fierro por sus excesos y mal comportamiento:

—Amigo Benavides. Cuando mi estrella caiga y tenga que pelarme para la sierra, Urbina y Fierro serán los que comerán coyote conmigo. Ustedes, si no están muertos para entonces, se habrán unido a Carranza o habrán huido a los Estados Unidos.

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El “Carnicero” cabalgaba orgulloso y altivo, como desafiando a los elementos. Frente a él se presentaba un paraje desolador, con decenas de enormes lagunas que cortaban el paso para el norte. Cruzarlas parecía fácil, pero acababa de terminar la temporada de lluvias y todas ellas estaban en estado cenagoso. Había que ahorrar energía, víveres y tiempo, así que el valiente general decidió cortar paso y abrir ruta por una laguna que los demás no se atrevieron a cruzar.

A la orilla de la laguna había diecinueve hombres como testigos del desafío del “Carnicero” a los elementos. Confiado que ni las balas ni el fuego lo habían detenido antes, era irrisorio pensar que un charquito de agua con ranas lo fuera a detener.

—¡Bola de putos! Les mostraré cómo se hace esto.

Fierro comenzó a avanzar adentrándose en la laguna. El agua llegaba a la mitad de las patas del brioso caballo y así parecía que sería todo el cruce, cuando de pronto, como si dentro del agua surgiera una gigantesca mano para jalar las patas del espantado corcel, comenzó a hundirse poco a poco, como si empezara a descender al mismísimo infierno. 

El cuñado de Fierro, Buenaventura Herrán, le gritaba como loco que saltara del caballo y regresara a nado. El “Carnicero” intentó lo contrario, apretó al caballo con sus filosas espuelas para hacerlo salir por sus propias patas del atolladero, para ver cómo el agua ya llegaba a medio cuello del aterrado equino. El peso del caballo de Fierro era enorme por las bolsas de oro que llevaba sobre su lomo. 

Segundos más tarde desapareció la enloquecida cabeza del caballo, y Fierro, ahora sí sintiendo que su fin había llegado, gritó que le lanzaran un lazo, pero nadie tenía uno tan largo. Mientras maquinaban donde conseguir uno, el valiente general había desparecido para siempre en las cenagosas aguas de la macabra laguna. 

Fierro, ya dentro del agua, trató de zafarse del caballo y nadar hacia la orilla, pero en su delirio de muerte sintió claramente como los colorados descarnados jalaban de sus piernas para hundirlo al infierno junto con ellos, mientras Benton y Berlanga con carcajadas macabras y rostros cadavéricos lo jalaba cada uno de un brazo.

Así llegaba el fin del asesino más grande de Pancho Villa y de su División del Norte. En el infierno lo esperaban pacientemente los 300 colorados, abatidos a tiros en el intento de cruzar el mortal patio de una hacienda para escapar de la muerte. David Berlanga, fumaba tranquilamente su cigarro, esperando la muerte frente al pelotón de fusilamiento.

El inglés William Benton, cavaba su propia tumba con las manos, mientras era apuntado por el frío cañón de la pistola del “Carnicero”. Estaba también el compadre Tomás Urbina, asesinado con un tiro en la cabeza por ser el compadre de Villa (y su segundo hombre de confianza). 

Muerto él, ahora Rodolfo Fierro ocupaba ese selecto sitio. Yacían también aquel mesero al que arrancó los ojos para entregárselos en una caja de regalo a su amada por haber dicho que era un muchacho muy guapo, y muchas otras víctimas más, que todas juntas lo jalaron a las entrañas del infierno para pagar sus cuentas con el Diablo.  

Talamantes trató de calmar al cuñado de Fierro, pero ya era demasiado tarde. El fin del feroz “Carnicero” había llegado, sumando otra calavera más a la mala estrella que perseguía al Centauro del Norte. 

Pancho Villa contrató a un buzo japonés para que rescatara el cadáver de su compadre, y casualmente, ahí de paso, todas las bolsas de oro que se lo llevaron al fondo de la ciénaga.

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