LíderLife

Emiliano Zapata fusila al padre de Pascual Orozco

Emiliano Zapata Revolución Mexicana Historia de México
Photo by Erik 🖐 on Unsplash

Por: Alejandro Basáñez Loyola

Emiliano Zapata, al hacer unos cambios al famoso e ignorado Plan de Ayala, había desconocido desde hacía días al general Pascual Orozco hijo como delegado de la paz de Victoriano Huerta. Y dejaba a su negra suerte al padre de Orozco en manos de su tropa en Tlachichilpa, Estado de México.

Juvencio Robles, con experiencia más que probada en asolar las villas morelenses, incendiaba pueblos y ajusticiaba a inocentes para sembrar el terror y provocar la rendición del jefe suriano. 

Emiliano Zapata tomó con su mano a la inocente niña que había quedado huérfana al ser victimados sus padres por los salvajes federales. La niña, con su carita llena de mugre que se limpiaba con las lágrimas que de sus tristes ojos emanaban, caminó con Emiliano como si él fuera su nuevo padre. La tropa suriana le rindió honores al acercarse al sitio donde se ocultaba al padre de Pascual Orozco. 

Gildardo Magaña saludó afectuosamente al jefe máximo del sur. El hecho de tenerlo de visita era un honor para toda su gente.

—¿Dónde está ese hijo de la chingada del viejo Orozco?

—En su cuarto ‘Miliano, junto con Luis Cajigal y Emilio Mazari.

Emiliano fue conducido por Gildardo hasta donde aguardaba el comisionado de la paz.

—¡Aquí están!

Pascual Orozco, Luis Cajigal y Emilio Mazari se incorporaron ante la inesperada visita. Se acomodaron torpemente la ropa y los sombreros como si estuvieran en su casa ante una inesperada visita.

Zapata los miró con un odio que refulgía de sus ojos, mientras sostenía la mano de la pequeña, que desconcertaba más a Orozco de lo que ya de por sí estaba. Tener a Emiliano Zapata frente a él sólo significaba dos cosas: o los liberaban o ahí mismo los mataban.

La condena

—¿Ve a esta pequeña? —preguntó Zapata a Orozco, jalando aire como una fiera a punto de brincar a la yugular de su víctima.

—Sí, Emiliano. ¿Qué pasa con ella? —preguntó Orozco padre, tímidamente.

—Sus padres acaban de morir ajusticiados por los pelones. Los pelones de Juvencio masacran a mi gente como si fueran animales; incendian pueblos; violan mujeres; y dejan a niños como este llorando en las polvorientas calles, sin un destino cierto para mañana.

—Lo siento mucho en verdad, Emiliano. Yo no acepto esa conducta deplorable. Es por eso por lo que anhelo la paz con usted.

—¡No hay paz posible señor Orozco! —gritó Emiliano a escasos centímetros de la cara de don Pascual— El haberse rendido a Huerta como unos cobardes, fue su perdición. Usted y su hijo han caído del agrado de mi gente y del Plan de Ayala. Nadie los respeta y, aun con ustedes aquí, Juvencio Robles nos hace la guerra como si ni existieran. Ustedes fueron detenidos por sospechas de estar tramando una trampa contra mí, en vez de estar buscando la paz conmigo. Yo no tomo riesgos. Mi lucha es por esta niña que ven aquí. Quiero que cuando crezca tenga su propia tierra para sembrar y vivir en paz. Recuperaremos las tierras que nos robaron los hacendados y uno a uno, si nos ofrecen la cara, los colgaremos de un sabino hasta limpiar por completo Morelos de esa escoria.

Don Pascual Orozco tragaba saliva y trataba de que el aire tonificara sus pulmones. Escuchaba de labios del mismo Zapata que su fin había llegado.

—Vamos Emiliano, aún hay una posibilidad de paz entre usted y el gobierno. Ríndase y sostengamos unas pláticas de paz donde podamos quedar en los mejores términos para el bien de su gente y de México.

—Si Juvencio y los Federales se hubieran mantenido sin atacar, otro gallo hubiera cantado para usted, señor Orozco. ¡Buen viaje al infierno! Son tuyos Gildardo. Truénatelos para que aprenda ese borracho de Huerta y Pascualito que conmigo no se juega.

Zapata abandonó el cuartucho, condenando a los comisionados de la paz a muerte. Por años sería perseguido por ese cobarde crimen. Pascual Orozco hijo jamás pudo vengarse por la muerte de su padre. 

El fusilamiento

Pioquinto Galis, engalanado con la misión de fusilar a Pascual Orozco padre, se regocijaba al negar al señor de 54 años, escribir su última carta de despedida a su hijo.

—A la chingada, pinche ruco. Los pelones andan cerca y no voy a perder valiosos minutos en lo que tú escribes cartas a ese pinche traidor a la causa. Se vendió a Huerta, como la mejor puta se va con el de más lana en las cantinas de mi pueblo.

—Es de humanidad conceder un último deseo a un condenado a muerte señor Galis —dijo Orozco padre, moviendo fibras sensibles en un campesino endurecido emocionalmente por los últimos hechos en Morelos.

—¡A la chingada! Sáquenlos de aquí y pónganlos en la barda, que aquí mismo me los trueno —gritó Pioquinto con ojos congestionados en alcohol, haciendo caso omiso de la última petición de don Pascual Orozco. Luis Cajigal y Emilio Mazari, aceptaban resignados su suerte, rezando ante el Señor Padre por una mejor oportunidad en el cielo.

Los tres fueron puestos de espaldas a una grotesca pared de adobe. Las gallinas huyeron del sitio como presintiendo los hechos. Pioquinto, por órdenes de Gildardo Magaña, ordenó que dispararan ante los mártires de la paz de Huerta. 

Don Pascual cayó fulminado de frente, golpeándose el costado izquierdo de su cara. Su mente, en un viaje vertiginoso, se encontró en sus años de recién casado en Santa Inés, Chihuahua. Su bella esposa, Amada de Orozco, sacaba los refrigerios de una canasta de mimbre para un hermoso día de campo con la familia, mientras él jugaba con Pascualito a las escondidillas entre los árboles. Después, un inexplicable remolino negro lo tragaba todo para siempre, devorándolo a él y todo lo que veía a su alrededor.

Te podría interesar leer sobre el gigante de Tepoztlán

Facebook
Twitter

También puedes leer...