Por Alejandro Basáñez
Autor de las novelas de Ediciones B: México en llamas; México desgarrado; México cristero; Tiaztlán, el fin del imperio azteca; Santa Anna y el México perdido; Ayatli, la rebelión chichimeca
Fue la noche lluviosa del 30 de junio de 1520 en el calendario. El momento de abrir las puertas del Palacio de Axayácatl finalmente llegó y el encuentro con nuestro destino dio inicio. Por ser de noche y estar lloviendo a cántaros, los primeros metros de avance pasaron desapercibidos para los tenochcas, que dormían. La niebla y la oscuridad de la noche eran nuestros aliados en la osada y silenciosa fuga. Ningún tenochca nos frenó hasta llegar al primer corte de la calzada de Tlacopan, donde el escándalo del huacal del oro al arrastrarse y el ruido de los caballos despertaron a los guardias, quienes inmediatamente dieron la señal de que nos fugábamos.
El puente portátil fue puesto y la mayoría cruzó el primer tramo para quedar atrapados entre el segundo corte y el primero, que aún se mantenía con el puente encima. Miles de furiosos tenochcas, que surgieron de la oscuridad de la noche como cucarachas, nos rodearon por tierra y agua sobre sus canoas de guerra.
… …
Los teules (españoles) y tlaxcaltecas que esperaban su turno para pasar por el primer corte de la calzada de Tlacopan se vieron rodeados. Iracundos, nos enfrascamos en un mortal combate cuerpo a cuerpo. Los espadazos y lanzazos que los teules tiraban sobre mis compañeros confundieron con la oscuridad de la noche y la lluvia a tlaxcaltecas y mexicas por igual. En ese tramo de la batalla, murieron acuchillados Totoquihuátzin (rey de Tacuba) y Cacamátzin (rey de Texcoco). Con tristeza vi a los reyes de la Triple Alianza sobre un charco de sangre; uno de los caballos resbaló sobre las losetas de la plaza y terminó aplastando los cuerpos inertes. Cacamátzin había muerto en manos de la gente de Ixtlilxóchitl.
El puente portátil fue levantado del primer corte, dejando en la plaza a un número considerable de españoles y tlaxcaltecas, quienes brincaron al agua ante la angustia de ser abatidos; sin embargo, ahí eran ensartados como patos por los yaoyizques (guerreros) en los acalis (canoas) de guerra que vigilaban los cortes de la calzada.
La suerte estaba de nuestro lado y con facilidad sometimos a muchos españoles que cargaban sobre sí tal cantidad de oro, en vez de armas, que al caer les costaba trabajo incorporarse. Eran como escarabajos de cabeza, presas fáciles para las cuauholollis (macanas) y teputzopillis (lanzas).
Dentro de la vorágine de la pelea, recuerdo claramente haber destrozado la cabeza de un teul venido con la expedición de Narváez. Lo hice en defensa propia al intentar éste matarme primero.
Mis compañeros atraparon a un feroz negro con la cara llena de hoyuelos, como si fuera un molcajete. Los guerreros de Cuitláhuac no salían del asombro al contemplar y acariciar la piel color chapopote del negro, que nos insultaba con horrendas palabras en español. Sus cachetes tenían tres hoyuelos supurantes de pus, los cuales causaron asco en los yaoyizques. Al final, fue maniatado para ser sacrificado al día siguiente en el teocali. Nunca supimos que al abrir el pecho sangrante de ese teul, que no tenía el corazón negro como la obsidiana como pensábamos, regamos el arma más poderosa y contaminante con la cual contaba Malinche y que él llamaba, burlonamente, viruela negra. La mortal y virulenta sangre de ese negro mató a más tenochcas que todos los ejércitos de Cortés juntos.
La persecución sobre los españoles que intentaban huir a lo largo de la calzada continuó al amparo de la noche y el constante aguacero. Al seguir avanzando con su puente portátil sobre la calzada, su número iba disminuyendo. Nuestra esperanza era que al llegar los punteros a las playas de Tlacopan, estos fueran interceptados por las tropas tepanecas de refuerzo. La cuestión era que los tepanecas también enfrentarían a un grupo de tlaxcaltecas en ese sector del lago.
El mayor daño que les causamos fue por la retaguardia. Por más que los teules luchaban y mataban a nuestros hermanos, otros los relevaban para seguir dándoles muerte sobre el camino puente. Otros españoles retacados en oro difícilmente volvían a asomar la cabeza al caer al agua; y cuando lo hacían, desde las canoas les destrozábamos la cabeza como un coco.
En los últimos tres cortes de la calzada, el puente portátil se perdió en el fondo del lago. De ahí, el tramo que unía a los dos lados del camino fue saturado por cuerpos de caballos, hombres y objetos que los teules transportaban. Muchos españoles gritaron ofendidos cuando Malinche ordenó que el oro que transportaban fuera puesto con todo y su huacal de madera entre el corte de la calzada para que pudieran pasar la mayor parte de los sobrevivientes, incluyendo a las mujeres y a nuestros feroces guerreros, quienes utilizaban este obstáculo para brincar y seguir matando. Malinche fue el primero en cruzar con su caballo el último tramo de la calzada para llegar a las playas de Tacuba. El agua era poco profunda y el caballo sin desconcierto logró alcanzar la orilla.
Nuestro entusiasmo creció al ver que su número disminuía; ya quedaban unos quinientos de los dos mil quinientos que eran, incluyendo a los malditos tlaxcaltecas.
Cuitláhuac y Cuauhtémoc, con los pechos salpicados de sangre, lodo y agua de lluvia, estaban a punto de dar alcance a la retaguardia que cubría valientemente Pedro de Alvarado.
El pesado huacal del oro se hundía poco a poco, como en un pantano, con cadáveres de caballos y hombres encima. Alvarado, siendo de los últimos en la retaguardia, utilizó un largo palo como garrocha apoyada sobre el huacal que se hundía lentamente, para alcanzar triunfante la otra orilla de la calzada. Mis compañeros quedaron boquiabiertos por la hazaña de Pelo Rojo, quien escapaba en sus narices de una muerte segura.
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Ya en tierra firme y sintiendo que la persecución había disminuido, los españoles descansaron un poco en una zona arbolada en las orillas del lago. Malinche se recargó en un enorme ahuehuete para dimensionar la magnitud de su derrota.
Todo el oro de Axayácatl se había perdido en uno de los cortes de la calzada. De mil trescientos españoles que habían intentado abandonar Tenochtitlán, solo cuatrocientos lo habían logrado. Irónicamente, la contabilidad de muertos tlaxcaltecas no le importaba a Malinche, eran más importantes sus caballos de los cuales solo rescataron veinticuatro y ninguno de ellos con posibilidad de galopar por sus heridas.
Las lágrimas inundaron sus ojos y un llanto ahogado escapó por su boca. Malinche estaba herido física y moralmente por la derrota sufrida.
Unos gritos lejanos le hicieron recordar que en Tacuba aún corrían el riesgo de ser masacrados, y sin perder tiempo continuaron su avance rumbo al cerro de Otomcapulco, a dos horas de camino. En este lugar encontraron un poco de tranquilidad para pasar la noche y continuar su fuga hacia Tlaxcala al día siguiente. Aquí, Juan Rodríguez de Villa Fuerte perdió a la famosa virgen de Los Remedios.