Eran las 10 de la mañana de aquel 16 de noviembre de 1876. Una llovizna constante caía sobre Tecoac, un improvisado campo de batalla, llano, sin árboles, marcado por empalizadas y barrancos, cubierto por la milenaria tierra de la Mesa Central.
El ejército de Porfirio Díaz duplicaba en hombres al del general Alatorre. Aun así, la situación de los hombres de Díaz era preocupante. Los guerreros de Tuxtepec formaban un bloque menos entrenado para la guerra. Soldados indisciplinados, sin uniforme, sin armas equiparables a las de Alatorre, aunque con una gran valentía y arrojo a prueba de todo. El ejército de Alatorre, por el contrario, contaba con unidades de línea, fuerzas de escuela militar, bien organizadas y disciplinadas, uniformadas, amunicionadas con inmejorables rifles de retrocarga.
Sin más miramientos, Alatorre inició el fuego sobre los revolucionarios desde la cima del cerro de Guadalupe, elevación ubicada a 400 metros de los revolucionarios. Díaz preocupado por el embate, ordenó al general Luis Pérez Figueroa apoderarse de una elevación vecina que sobresalía, para combatir a los federales en las lomas de Tecoac. Alatorre, a su vez, ordenó al general Pedro Yepes que capturara esa colina, que los federales llamaban Loma Larga. Yepes fracasó, replegándose hacia un lugar seguro donde dejaron de ser perseguidos por los revolucionarios.
Alatorre cambió la estrategia y en vez de insistir en tomar Loma Larga, mejor optó por apoderarse del cerro de Tecoac, desde el cual dominaría los flancos de Loma Larga.
El avance fue encabezado por el coronel Joaquín Verástegui, con casi mil soldados apoyados por dos potentes cañones. Los revolucionarios trataron de frenarlos, pero fueron fácilmente superados, huyendo hacia la hacienda de San Buenaventura, a escasos kilómetros al noreste de Tecoac. La batalla, peleada en una asfixiante humareda provocada por la pólvora, continuó por horas sin cargarse hacia ningún vencedor.
Porfirio Díaz se encontraba al borde de la claudicación. Sus hombres no podían más. Llevaban casi cinco horas de fuego continuo. Eran cientos lo muertos por balas, cansancio y deshidratación. Los de Tuxtepec habían caído en una trampa mortal. Solo era cuestión de minutos para que la superioridad numérica del general Alatorre se impusiera, obligándolo a la humillante y penosa rendición. El fantasma de Icamole se aparecía de nuevo sobre el “Héroe del 2 de abril”.
En el otro frente de batalla, el general caballero, Ignacio Alatorre dudaba en ya lanzar todo el grueso de su ejército sobre Díaz. Sabía que lo tenía vencido, pero esperar un poco más no estaba de sobra. Los rebeldes ya no tenían escapatoria.
—¡Lancémonos con todo, mi general! Los rebeldes casi ya no disparan. ¡Entremos por Díaz! —dijo el general Bonifacio Topete a su superior.
Alatorre dubitativo, se llevó la mano a su larga barba. La acariciaba con calma, como un profeta bíblico, pensando en lo que le decía su general, cuando una descarga en su retaguardia los puso en alerta. Había sido sorprendido por otros rebeldes, de los que no había sido alertado a tiempo.
—¡Nos atacan por la retaguardia, mi general!
Alatorre tomó su miralejos y constató el alboroto que se veía al inicio de su ejército.
—Debe ser ese malnacido de Manuel González. ¿Pero cómo diablos pudo llegar hasta acá? ¡No lo puedo creer!
—¡Estamos perdidos! Deben ser casi cinco mil hombres.
—¡No perdamos tiempo, Topete! Protege la retirada de Verástegui hacia Balconcillo. Es la única oportunidad de salir de esta trampa mortal.
—¡Sí, mi general!
El esfuerzo de Topete fue inútil. La caballería de Manuel González, como una diabólica estampida negra descendió de los cerros para copar cualquier posibilidad de escape a sus tropas. Topete fue capturado, junto con cientos de sus hombres, quienes levantaban las manos en rendición para evitar morir ante las descargas de los rebeldes. Alatorre, habiendo mandado a Topete como señuelo, huyó junto con el general Carbó hacia Puebla, con la protección de un reducido y discreto escuadrón.
Porfirio Díaz, observando la derrota de Alatorre desde una loma vecina, festejó lleno de júbilo la llegada de su compadre González y la huida de Alatorre. Este sería un día inolvidable para el “Héroe del 2 de abril”. El Plan de Tuxtepec triunfaba y ahora parecía ya no haber nada que lo detuviera en su irrefrenable camino hacia la presidencia.
Porfirio Díaz redactó entonces el parte de la batalla en una carta dirigida a Francisco Meijueiro, en ese entonces gobernador de Oaxaca:
“El ejército reeleccionista que mandaba el general Alatorre, no existe ya; son las cuatro de la tarde, y sus restos huyen despavoridos hacia Puebla, dejando en mi poder multitud de prisioneros, entre los cuales se encuentra el general Bonifacio Topete. Mis tropas sostuvieron un combate rudo que comenzó a las diez y cuarto de la mañana en las lomas de Tecoac, se suspendió a las dos y cuarto de la tarde, para comenzar más rudamente a las tres y cuarto, hora en que se presentó al campo la brillante columna del intrépido general Manuel González, cuyo empuje y bizarría decidieron en favor de la causa del pueblo, una batalla que a su vez viene a determinar la caída del lerdismo. No sé aún qué pérdidas habrá por parte nuestra, ni conozco tampoco con exactitud las del enemigo, porque apenas se ha comenzado a levantar el campo”.
El triunfo de Tecoac significó el éxito del Plan de Tuxtepec, la llegada a la presidencia del general Porfirio Díaz, el inicio de la asfixiante dictadura de tres décadas. Díaz en agradecimiento a su fiel compadre, le prestaría la presidencia por el cuatrienio de 1880. Díaz regresaría del 84 a 1910, con largas y fraudulentas reelecciones, que desembocarían en la Revolución Mexicana, la primera del siglo XX.
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