Por: Alejandro Basáñez Loyola
Autor de las novelas de Ediciones B: México en Llamas; México Desgarrado; México Cristero; Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca; Ayatli, la rebelión chichimeca; Santa Anna y el México Perdido; Juárez ante la iglesia y el imperio y Kuntur, el Inca de Lectorum.
Esa tarde, Villa brindaba con un simple refresco con Tomás Urbina, Fernando Talamantes y Arturo Murrieta.
—Qué gusto que estés ya con nosotros, Arturo. Esos rifles que nos dio tu amigo el gringo son una maravilla.
—¡Gracias, Pancho! Es un honor estar aquí contigo y con tu gente.
—Pero lo que tú no sabes, Pancho, es que Arturo ya mero y se truena al pinche Rodolfo Fierro— intervino Tomás Urbina.
—¡Ah, chingá! ¿Cómo estuvo eso?— preguntó Villa divertido mientras ponía su sombrero a un costado de la silla.
—Pues nada Pancho, que me puse a platicar con una vieja en el desayuno y resultó que era la vieja que Rodolfo se acababa de tirar— explicó Arturo. Todos soltaron una carcajada por el comentario— Desde que lo vi acercarse a la mesa, leí su mirada y me le adelanté sacando mi pistola. Lo desarmé y la vieja guardó su arma.
—Y ahí me tienen al pinche Fierro pidiéndome prestada mi pistola para ir a matar a Murrieta. Yo por amigo lo acompañé, y afortunadamente ahí paré todo, pero el “Carnicero” es de armas tomar.
Villa reía como un niño ante la chusca anécdota.
—Él es justo el hombre que necesito ahora para frenar por un día el avance de los federales en Candelaria.
—¡Ah, caray! ¿Cómo está eso? —preguntó Talamantes.
—Háganlo entrar y sabrán por qué.
Rodolfo Fierro entró tímidamente al salón con el sombrero en la mano. Ni el sudor ni la presión del sombrero recién removido habían sido suficientes para aplacar esas cerdas de ixtle que coronaban su cabeza de puercoespín. Con mirada calculadora miró a todos los reunidos.
—Te tengo una misión. Me dicen que fuiste maquinista o que trabajaste en el tren —Fierro asintió con la cabeza—. Quiero que te lleves una máquina y que me entretengas a los federales por lo menos un día en lo que nos organizamos para hacerles frente en Tierra Blanca. Tú manejarás esa máquina y les darás batalla para frenarlos.
—Sí, mi general. Yo me encargo de eso.
—Pues adelante, y no se ande agarrando a chingadazos con Murrieta porque él es mi amigo, y es igual o más cabrón que yo.
Todos rieron ante la broma; Fierro sólo sonrió.
Ese 20 de noviembre, Rodolfo Fierro consiguió una de sus primeras hazañas que serían ampliamente reconocidas por Pancho Villa a lo largo de su meteórica carrera.
Después de hacer creer a los federales de Candelaria que su tren venía cargado de soldados, Fierro lanzó una máquina loca con diez carros en llamas para hacer pedazos el tren y la vía de los federales. Villa no había ganado con este heroico hecho un día, sino tres más, que lo enfilaron con más fuerza para la sangrienta batalla de Tierra Blanca.
Esta dio inicio el 23 de noviembre. Durante el primer día, no hubo diferencia notable por ninguno de los dos bandos. Los federales contaban con la ventaja de la artillería de Jesús Inés Salazar y los revolucionarios con la caballería implacable de la División del Norte.
Al día siguiente, los mortales embistes de la caballería de Villa y el hecho de que Rodolfo Fierro acertó un disparo que voló parte de la artillería enemiga marcaron la diferencia, provocando el rompimiento de la columna con la despavorida huida de los federales. Los villistas masacraban a cuanto federal alcanzaban. Como liebres en persecución jalaron para las montañas, mientras otros más listos echaban a andar un tren con varios carros para huir hacia el sur.
—Jijos de la chingada, se nos pelan —gritó Villa desesperado—. Al cabrón que me detenga ese tren lo hago general. ¡Vamos cabrones!
Varios jinetes se pusieron a perseguir el tren, pero algo notable marcó la diferencia. En unos cuanto segundos, el “Carnicero” Rodolfo Fierro dejó a todos atrás como si la lluvia de balas que salía de los carros del tren perseguido fueran abejas buscando la miel. Las balas le zumbaban y rozaban el cuerpo y Fierro no paraba, como si tuviera un pacto secreto con el mismísimo demonio.
Su veloz caballo, a punto de reventar, casi ya resoplaba sobre el último vagón, situación que Fierro aprovechó para abalanzarse sobre la escalerilla del estribo. De ahí, con una fuerza descomunal logró elevar su cuerpo entero.
En unos segundos escaló la escalerilla, se arrastró por el techo y de ahí bajó al siguiente espacio entre los dos últimos carros para conectar el aire de las mangueras y frenar por completo el tren. La cara de sorpresa de los federales era indescriptible al ver frenado su tren y saberse alcanzados por los villistas. Mientras tanto, Fierro recorrió el tren por la parte de arriba hasta llegar al primer carro y asesinó sin misericordia a los aterrados maquinistas.
Los principales jefes federales, el general Salvador Mercado y el comandante Jesús Inés Salazar lograron escapar hasta Ojinaga en busca de refuerzos para otra mejor ocasión. La derrota de los federales fue total y se juntaron más de quinientos prisioneros entre dos grupos de colorados y huertistas. El valiente Rodolfo Fierro, en premio por su acto heroico, se convirtió de la noche a la mañana en general, ante la admiración y envidia de todos. Desde ese día, el “Carnicero”, junto con Tomás Urbina, se convirtió en la mano derecha del Centauro del Norte.