El ejército norteamericano está a días de tomar el Castillo de Chapultepec y el Palacio Nacional. El Convento de Churubusco es el primer punto por tomar, entrando por el sur de la ciudad.
Después de la caída de Padierna y la vergonzosa huida de Gabriel Valencia hacia Cuajimalpa, Winfield Scott se siente libre y poderoso para, ese mismo día 20 de agosto de 1847, asaltar el Convento de Churubusco y así asegurar la toma de la capital de México.
Santa Anna, en su repliegue hacia la capital, pasa por el convento y habla con su defensor, don Pedro María Anaya. Acompañan a don Pedro un grupo de importantes y valientes personajes como el general Manuel Rincón; don José María Malo, sobrino del padre de la patria don Agustín de Iturbide; Eduardo de Gorostiza, dramaturgo y diplomático que financia un grupo de defensores con su propio dinero; el coronel de milicianos don Pedro Jorrín y el capitán José Manuel Hidalgo.
Anaya y sus hombres se sienten vivificados y protegidos al mirar a los cinco mil hombres con los que llega Santa Anna al claustro de Churubusco. Sus muchachos no se han despeinado y arrugado el uniforme, por no haber todavía combatido a nadie.
—Nos derrotaron en los campos de Padierna por culpa de ese malnacido traidor, muy hijo de su chingada madre de Gabriel Valencia ꟷespeta Santa Anna furioso.
—¿Por qué, mi general? —cuestiona don Pedro María con rostro perplejo.
—Le dije que les cerrara el paso a los yanquis por el Pedregal y el pendejo me desobedeció, replegándose arrogantemente para los campos de Padierna. Hoy, al amanecer, Scott lo aplastó en veinte minutos y el cobarde huyó con las enaguas en la mano, para que no lo fusile yo mismo, ya que apenas lo tenga arrestado, eso haré con ese traidor a la patria.
Santa Anna, maestro del decir
Los hombres que acompañan a Anaya no salían del asombro ante la ira de Su Alteza Serenísima. Santa Anna, por su puesto, se abstiene de decir que él era el que lo había abandonado, regocijándose de ver como Scott aplastaba a su rival político. Santa Anna ha sido siempre un maestro en decir y ocultar lo que le convenía.
El villano en ese momento es Valencia, y a él le echarán toda la culpa de aquel fatídico 20 de agosto de 1847.
—Scott viene para acá, mi general. ¿Qué haremos para enfrentarlo? —pregunta Anaya, tratando de sacar a Santa Anna de su exaltado discurso sobre la vergonzosa derrota de Valencia.
—¿Con cuántos hombres cuenta, general?
—Entre voluntarios, como profesores, poetas, estudiantes, empleados, artesanos y comerciantes, a lo mucho, seiscientos. Con ellos, y con sus hombres general, militares de a deveras, le pondremos un hasta aquí a ese engreído de Scott.
Santa Anna avanza hacia Anaya, sorprendiéndolo con la noticia de que lo abandonaría para defender otra hacienda de menos relevancia para los yanquis.
—Yo me retiro con mis hombres a la Hacienda de Portales. Es posible que Scott cambie de ruta y ataque ahí primero. Ahí estaré yo para detenerlo y colgarlo de un ahuehuete.
Don Pedro endurece su rostro, y con un tono sarcástico recrimina a Santa Anna:
—No nos deje solos, mi general. Mis hombres no son soldados de carrera. Son voluntarios que luchan por salvar a la patria del honor pisoteado. Apenas si tenemos armas y una idea somera de cómo repeler a un ejército profesional como el de Scott.
—Aunque sea con piedras los resistiremos —dice Manuel Rincón, mostrando su enfado ante la insensatez de Santa Anna de dejar Churubusco e irse a Portales.
—No se diga más. Que cada cual defienda a su hacienda ante estos perros sarnosos. Preparémonos para el encuentro final —repone Santa Anna, blandiendo su espada.
Varios días tienen los defensores de Churubusco para construir unos parapetos altos y resistentes. Los terraplenes con los que se encontraron los norteamericanos eran unos meros montones de adobe que fueron brincados sin ninguna dificultad. Coincide que era la época de lluvias y los maizales que rodeaban el convento estaban más altos que cualquier soldado yanqui. Los maizales se convierten en el escondite ideal para el avance de los seis mil hombres que partieron de Tlalpan y Coyoacán al asalto del convento.
Los yanquis llegan al convento a eso de las doce y media del día. El avance entre los maizales es una tortura, ya que era un lodazal donde se les hundían las botas hasta las rodillas. Los defensores del convento hacen fuego con rifles sobre los maizales por donde emergían abiertamente los norteamericanos con la intención de llegar a las paredes del claustro.
La batalla
Fueron casi tres horas de fuego incesante, que acabó con la vida de muchos norteamericanos que no cesaban en su intento de penetrar las paredes del convento. Los muertos y heridos dentro del claustro se daban por igual, ya que los yanquis disparaban con la ventaja de estar ocultos entre las mazorcas. Los disparos de los mexicanos se empezaron a hacer más espaciados hasta que inexplicablemente cesaron, momento que fue aprovechado por los hombres de Worth para penetrar por el flanco izquierdo del convento.
Justo a la hora de iniciadas las hostilidades, el general Anaya fue notificado que el parque que le había enviado Santa Anna era de un calibre diferente a los rifles de sus hombres, además de faltar piedras de chispa para los fusiles. Con mirada desencajada ante sus hombres, el general Anaya les anunció que combatieran hasta que el parque se acabara y después ya Dios diría.
Una tercera parte de los hombres de Anaya, doscientos valientes voluntarios, habían muerto en la heroica defensa del claustro. Sin más balas que poder disparar, el momento de rendirse para Anaya finalmente llegó.
Twiggs y Smith, ondeando una bandera blanca para negociar con Anaya, entraron al patio del convento. Detrás de ellos venía un grupo de soldados de refuerzo para protegerlos de alguna sorpresa. Twiggs avanzó desconfiado, mirando hacia todos lados, como si temiera que de pronto una lluvia de balas pudiera caerle encima.
—No hay que temer, general Twiggs. Nos rendimos.
Twiggs, con el uniforme hecho tirones y manchas de lodo en la cara, lo miró triunfante.
—¿Dónde está el parque?
—Si hubiera parque, usted no estaría aquí.
La rendición fue total y poco a poco el claustro fue tomado por los hombres de Scott. Un detalle bochornoso dentro del claustro llamó poderosamente la atención de Scott. El poblano Manuel Domínguez y sus hombres entraron al convento festejando su triunfo sobre los mexicanos. Al pasar Domínguez frente al defensor de Churubusco, Anaya y su gente los insultaron con las peores groserías posibles, por su vergonzoso papel de traidores al lado de los invasores norteamericanos.
Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas de Penguin Random House: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca” y “Santa Anna y el México Perdido”; y de Lectorum: “Juárez ante la iglesia y el imperio”; “Kuntur el inca” y “Vientos de libertad”. Facebook @alejandrobasanezloyola