Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca”; “Santa Anna y el México Perdido”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Juárez ante la Iglesia y el Imperio” y “Kuntur el inca”.
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La comida se desarrolló sin incidente alguno. Se respiraba un buen ambiente de camaradería. El coronel Raúl Madero se sentía halagado de tener tan importantes visitas en su comedor.
Obregón vacilaba con los compañeros y se mostraba relajado, hasta que uno de los hombres de Villa lo llamó para darle el recado de que Pancho Villa lo quería en su casa para discutir un asunto muy importante. Obregón se disculpó con Raúl Madero y salió rumbo a la casa de Villa.
Al llegar a la casa del Centauro, lo recibió su secretaria Soledad Armendáriz de Orduño, encantadora jovencita que tenía ya un par de meses al servicio de Villa.
—General Obregón, me dice el general Villa que en unos minutitos está aquí para recibirlo.
—Aquí espero muchacha, no tengas cuidado —dijo Obregón oliendo el peligro como un animal perseguido. Lo único que lo tranquilizaba es que no estaba solo en el lugar. Aquí había muchos testigos como para que Villa intentara asesinarlo.
Villa apareció y saludó fríamente a Obregón, sin darle la mano. Con ojos de asesino le espetó sin rodeos:
—Amigo Álvaro, por lo que veo usted se está burlando de mí.
Obregón, atento a la mirada de Villa, rápido intuyó que algo andaba mal.
—No te entiendo, Pancho. ¿A qué te refieres?
Villa golpeó la mesa con su puño, causando un incómodo silencio que anunciaba una tormenta.
—Benjamín Hill y Calles están atacando a las fuerzas de Maytorena. Parece que nuestro arreglo no sirvió de nada y sólo vienes a burlarte de mí, Álvaro.
—Maytorena es el que no parece aceptar ser mi subordinado, Pancho. Él está actuando por cuenta propia y mis hombres se tienen que defender.
Villa se acercó. Mirándolo de frente y sin rodeos, le ordenó:
—Mándale una orden a Hill de que salga de Sonora y se vaya para Casas Grandes.
—No puedo, Pancho. Julio Madero le dio la orden de mi parte de que mientras yo estuviera aquí en Chihuahua, Hill no obedeciera órdenes de nadie y de que actuara por cuenta propia.
—¿Ah, sí? Tú sí me saliste bien cabrón. Para un cabrón, hay un cabrón y medio. Ahorita mismo te voy a fusilar por traidor.
—¡Fernando!
Obregón perdió color en el rostro y se puso tenso como estatua. Se imaginaba lo peor con sólo ver la cara iracunda del Centauro.
—Sí, mi general —se presentó Talamantes nervioso, al grito de Villa.
—Preparen el pelotón de fusilamiento que me voy a tronar a este perro traidor.
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—Sí, mi general —salió Talamantes consternado del cuarto.
Los dos hombres se miraron retadoramente. En el cuarto se respiraba un ambiente tenso de muerte. Ambos pensaron en desenfundar y matarse ahí mismo a balazos, pero la cordura imperó sobre la precipitación, al sopesar las consecuencias que traería un error así. Obregón se relajó tranquilamente, tomó asiento de nuevo y con temple de acero comentó a Villa -en una esgrima psicológica en la que saldría vencedor-:
—A mí, personalmente, me harás un bien con ese fusilamiento, Pancho —Villa abrió sus ojos desconcertado ante la calma y temple del sonorense. Obregón reclinó su espalda cómodamente en el respaldo para continuar—, porque con esa muerte, la historia me dará una personalidad que no tengo. El único perjudicado en este caso serás tú. Me harás un mártir de la noche a la mañana.
Villa caminaba como fiera encerrada dentro del cuarto en espera del pelotón de fusilamiento. Obregón sacó una cajetilla de cigarros. Se llevó uno a los labios y ofreció otro a Villa, el cual ignoró, volteando a mirar a la puerta y a su invitado.
Fernando comunicó a los hombres de Villa la orden que le habían dado, y en cuestión de minutos, se formó el pelotón que fusilaría a Obregón. El encargado sería el mayor Cañedo, enemigo a muerte de Obregón, quien no olvidaba el día en el que Obregón lo corrió de su ejército por considerarlo indigno de pertenecer a él. La oportunidad de la venganza se la ofrecía la misma providencia. Raúl Madero en compañía de Felipe Ángeles se movilizó para abogar por la vida de Obregón y salvarle la vida.
Felipe Ángeles habló con Luz Corral, haciéndola entrar en razón de que el asesinato de Obregón, como huésped bajo su responsabilidad, mancharía su imagen de pareja para siempre.
—Villa y Luz Corral mataron a Obregón en esta casa, mientras era su huésped. Dirá toda la gente de usted, doña Luz —dijo Ángeles, haciendo su esfuerzo por convencer a la esposa de Villa.
—Pero eso no es cierto, general Ángeles. Yo nunca mataría a quien le ofrecí la mesa y la cama de mi casa.
—Pues haga algo, doña Luz, porque Pancho está fuera de sí. Usted es la única que lo puede controlar y hacer entrar en razón.
Dentro del cuarto, donde estaban encerrados Villa y Obregón, el Centauro fue derrotado por la hábil psicología del sonorense.
Villa se acercó a él. Le aceptó un cigarrillo y al terminar de encenderlo le espetó:
—Francisco Villa no es un traidor; Francisco Villa es un hombre de honor y de palabra, y nunca mata hombres indefensos ni mataría a ninguno de sus huéspedes; mucho menos a alguien como usted, que no me ha hecho nada y no tengo pruebas en su contra. Levántate, Álvaro, y vayamos a cenar, que ya se me pasó lo encabronado.
Por la puerta ingresó Fernando Talamantes, para informar la problemática que se vivía allá afuera. Al verlo, Villa le dijo:
— ¡Vamos, Fernando! Cancele todo que aquí no pasó nada. Hábleles a Ángeles y a Raúl Madero. Dígales que vamos a cenar todos juntos, como buenos amigos.
—¡Luz! —gritó Villa, llamando a su mujer. Obregón no salía del asombro de ver ese intempestivo cambio de carácter en el hombre que estuvo a punto de fusilarlo.
—Sí, Pancho.
—Tráete una jarra de limonada para mis amigos y dale un vaso grande a mi secretaria, que se debe haber asustado mucho por nuestro escándalo.
Durante la cena, que preparó personalmente Luz Corral, Villa se comportó de manera correcta. Nadie podía imaginarse que unos minutos antes estuvo a punto de mancharse las manos de sangre. El matrimonio Villa se desvivía por complacer a sus invitados. Obregón contaba chistes y anécdotas de su campaña por el oeste.
Esa misma noche se celebró un baile al que asistieron los generales de la División del Norte. Obregón bailó y tomó como si en verdad hubiera sido su último día. Eran las cuatro de la mañana y no dejaba de divertirse.
En el calor de las copas, sus subordinados Carlos Robinson y Manuel Talamantes le preguntaron qué era lo que en verdad había pasado en la casa de Pancho Villa. El ocurrente general contestó:
—El cabrón ordenó que me fusilaran por tener a Hill peleando en Sonora. Ya no la veía venir y me encomendé al San Venustiano de los cielos.
—¡Vaya que sí le escuchó, mi general!
—Aunque todavía no me siento a salvo, Carlos. El general Villa es re bailador y no vino al baile. Eso me da mala espina —dijo Obregón incorporándose para bailar una polka con una jovencita que lo fue a buscar.
Momentos antes de la fiesta, Pancho Villa, mediante una junta con sus subordinados había decidido, por sugerencia de los generales Robles, Ángeles, Aguirre Benavides, Raúl Madero y Roque González Garza, perdonar la vida de Obregón. Los asesinos del grupo, Rodolfo Fierro, Manuel Banda y Tomás Urbina quedaron inconformes: querían a Obregón fusilado.
Obregón, de camino hacia a la Capital fue regresado para hablar con Villa, quien, por presión de su gente, quería de nuevo fusilarlo. Obregón lo convenció que nada tenía que ver con la destrucción de las vías hacia Saltillo. Eso era un pleito entre el Centauro y Carranza. De nuevo en su tren fue otra vez perseguido, pero burló a sus enemigos, llegando sano y salvo a Aguascalientes. Obregón escapó milagrosamente a la muerte en tres ocasiones seguidas en 1914, pero no a la cita definitiva con la huesuda, en la Bombilla, 14 años después.