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Don Porfirio salva a Fina del infierno

El 2 de abril de 1880, treceavo aniversario del triunfo de Porfirio Díaz en Puebla, Delfina Ortega dio a luz en el Palacio Nacional a una niña, a la que por la fecha y la ocasión don Porfirio nombró Victoria.

Su salud empeoró de manera dramática, dejando este mundo ese mismo día, sin haber siquiera alcanzado a ser bautizada. Victoria había sido concebida la semana siguiente en que su inflexible padre dio la orden de ejecutar a los conspiradores de Veracruz, en el episodio tristemente recordado con el “mátenlos en caliente”.

A la tragedia familiar siguió el decaimiento notable en la salud de Delfina. La niña fue enterrada en el panteón del Tepeyac, y una semana después, junto a esa pequeña fosa, la madre la acompañaría en su viaje a la eternidad.

En los siguientes breves días en los que Delfina se consumía como una vela al viento, don Porfirio se vio obligado por presiones de su mujer a casarse por la iglesia, para que ambos, por vivir en pecado, evitaran el infierno.

Escéptico y desesperado, don Porfirio se reunió con don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, arzobispo de México. Enemigo de Porfirio desde los años de la Guerra de Reforma, el prelado huyó de México tras la caída de Maximiliano, pasando unos años en Europa. Regresó a México resignado respecto al restablecimiento del poder del clero y la recuperación de sus bienes perdidos. Hábilmente coqueteó con el Estado para recuperar de lo perdido lo que apareciera. 

El destino los había puesto frente a frente, en una tenue habitación de Palacio Nacional, donde con ojos llorosos el arzobispo escuchaba las súplicas del presidente de México de que salvara a Delfina del infierno.

—Para casarte con Delfina es necesario que ahora mismo me escribas y firmes una carta de abjuración. Como verás, Porfirio, los dos están en pecado mortal, y es necesario para tu sobrina ingresar limpia al reino del Señor.

Por la mente de don Porfirio pasaban vertiginosas las razones de su abjuración: ser un líder liberal en la Reforma con fama de jacobino, su relación con la masonería, vivir en pecado con la hija de su hermana. La carta, firmada en la madrugada del 7 de abril de 1880 bajo la luz de una temblorosa llama, significó un triunfo para el clero, un reconocimiento arrancado a un recio presidente liberal, en una batalla silenciosa entre el Estado y la Iglesia.

“El suscrito Porfirio Díaz declaro que la religión católica apostólica romana fue la de mis padres y es la mía en que he de morir; que cuando he protestado guardar y hacer guardar la Constitución Política de la República lo he hecho en la creencia de que no contrariaba los dogmas fundamentales de mi religión y que nunca tuve voluntad de herirlos.

Declaro igualmente que, habiendo estado repetidas veces en posición encumbrada, y aun suprema, en la administración, nunca cultivé el pensamiento que a todos nos asalta de aprovecharme de las leyes que nacionalizaron los bienes eclesiásticos y que no poseo cosa alguna por ese título. Declaro

por último que decepcionado de los motivos que me impulsaron a afiliarme en la masonería me he separado de hecho de ella, aunque con el propósito de no dar por rotos los deberes que contraje referentes a la recíproca protección fraternal masónica, pero con el de practicarlos sobre todo hombre, cualesquiera que sean sus creencias religiosas y políticas. En fe de lo cual firmo en México a 7 de abril de 1880, Porfirio Díaz”.

Don Pelagio Antonio, satisfecho con la carta firmada en sus manos, dio la orden al presbítero de la Catedral para que procediera a casarlos de inmediato. La ceremonia tuvo lugar en uno de los salones del Palacio Nacional. El demacrado rostro de Delfina dibujó una sonrisa. Por fin, ante Dios, era la legítima esposa de don Porfirio y estaba fuera de pecado. Por las ventanas entraba tímidamente la luz del amanecer del miércoles 7 de abril.

Delfina perdió la conciencia en la tarde de ese fatídico día. Lo último fue un grito desesperado a los doctores: que por favor la hicieran vivir. Todo fue inútil. La fiebre puerperal, como a cientos de mujeres en esos años, reclamó su vida a los escasos 34 años. 

“Tenemos la profunda pena de manifestar a nuestros lectores y al país, que hoy, a las nueve y tres cuartos de la mañana, ha fallecido la virtuosa, caritativa y joven esposa del presidente de la República”.

El Diario Oficial

El 9 de abril, por la mañana, con cuarenta y ocho horas sin dormir, el presidente Porfirio Díaz encabezó el cortejo fúnebre de su amada. Muchos de los dolientes que marchaban eran militares afines al presidente, tomando turnos para cargar el pesado ataúd. Algunos habían conocido a Delfina desde que era una niña en Oaxaca.

Entre ellos tomó su turno Eliseo Morel, quien con ojos congestionados hizo su parte, sin separarse un solo minuto de su amigo, el presidente de México.

El féretro fue colocado en un carro tirado por seis briosos caballos. Lo seguían los carruajes del cortejo, forrados de paño negro, precedidos por don Porfirio. La gente, más de cinco mil dolientes, atiborraban las calles en uno de los funerales más multitudinarios de los últimos años. A eso de las diez de la mañana, la procesión llegó por fin al panteón del Tepeyac. Se ofreció una misa de cuerpo presente en la basílica de Guadalupe.

Al mediodía, el féretro fue conducido entre miles de personas al cerro del Tepeyac. Su ataúd fue enterrado a un lado de la fosa de Victoria y la de la esposa de Justo Benítez, amigo de toda la vida de Porfirio Díaz, muy cerca también de la tumba de Antonio López de Santa Anna.

Don Porfirio, sumido en un terrible dolor, no pudo articular palabra alguna. El orador en el entierro, Ignacio Manuel Altamirano, dedicó unas profundas y memorables palabras a la difunta:

“Jamás se advirtió en ella el más leve sentimiento de ostentación. Muy lejos de eso, parecían desazonarla los bullicios y honores de la vida pública que rodeaban a su esposo, y ansiaba porque llegase el término en el cual pudiese entregarse sin zozobra a una vida tranquila, retirada y obscura”.

Por Alejadro Basáñez Loyola

Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas de Penguin Random House: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca” y “Santa Anna y el México Perdido”; y de Lectorum: “Juárez ante la iglesia y el imperio”;  “Kuntur el inca”  y “Vientos de libertad”. Facebook @alejandrobasanezloyola

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