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Nezahualcóyotl ve morir a su padre

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El año de 1418 quedó marcado por tres hechos relevantes que influenciaron los destinos de los tlatoanis del valle del Anáhuac.

El primero fue la muerte de Cuacuauhpitzáhuac, primer tlatoani de Tlatelolco. Después de un exitoso reinado de casi cuarenta años, el orador Cuerno Largo alcanzó el Mictlán por muerte natural a los 78 años. Lo sucedió en el trono su hijo Tlacatéotl, quien desde años atrás ya lo apoyaba eficientemente en cuestiones militares de gran importancia.

El segundo momento: la vecina Tenochtitlan también perdió a su orador Huitzilíhuitl (Pluma de Colibrí) y lo sucedió su hijo Chimalpopoca (Escudo humeante), convirtiéndose así en su tercer tlatoani. El último y más relevante hecho fue la conquista de Acolhuacán (Texcoco), impulsada por el tirano de Azcapotzalco, el tepanecateuctli Tezozómoc, quien no descansó hasta ver realizado su sueño de sentirse como Xólotl: el amo chichimeca de todo el Anáhuac. 

Ixtlilxóchitl llevaba, en ese año de 1418, nueve años como tlatoani de Texcoco. Su padre, el gran Techotlalatzin, había muerto en 1409 y lo dejó como tlatoani de un imperio amenazado por los tepanecas (o azcapotzalcas).

La aversión de Tezozómoc sobre los acolhuas era abierta y declarada. El tirano soñaba con ser el nuevo Xólotl, fundador de la dinastía chichimeca en Tenayuca, Azcapotzalco y Texcoco. Tezozómoc no aceptaba a Ixtlilxóchitl como tlatoani de Texcoco y lanzó una agresiva ofensiva para someterlo. El hijo de Techotlalatzin, hábil guerrero y bien instruido en la defensa, supo contener por un tiempo la oleada tepaneca, sobre todo la terrestre, sin poder hacer otra cosa más que mantenerlos fuera de Texcoco.

Tlatelolco y Tenochtitlan, sometidos y obligados por Tezozómoc, tuvieron que reforzar con más hombres la sitiada ciudad del oriente del lago. Así comenzó la agonía del orador acolhua ante el más feroz conquistador del Anáhuac.

El pretexto para iniciar la guerra contra Texcoco fue el rechazo de Ixtlilxóchitl a la petición por parte de Tezozómoc de desposar a su hija Tecpaxóchitl con el tlatoani acolhua. Ixtlilxóchitl la aceptó como amante y la mantuvo en su palacio como otra concubina más, jamás igualando a Matlalcihuatzin, la legítima esposa y madre de Nezahualcóyotl. Con la hija de Tezozómoc, Ixtlilxóchitl tuvo a Yancuiltzin, un hijo de la edad de Nezahualcóyotl y futuro rival por la corona de Texcoco.

En 1414, cuando la presión tepaneca era una amenaza latente para Ixtlilxóchitl, nombró a Nezahualcóyotl como el príncipe heredero de la corona acolhua. Ante esta resolución y desprecio hacia su nieto Yancuiltzin, Tezozómoc juró tomar Texcoco y sacrificar en su teocali al arrogante rey acolhua.

Cuamatzi visitaba a su hija Erandi, cuando fue sorprendido por la formidable ofensiva tepaneca. Ixtlilxóchitl pagaba así el error de no haber tomado Azcapotzalco meses atrás, cuando por un tiempo la tuvo sitiada y pospuso, por falsos acuerdos de paz con Tezozómoc, el embate final.

Tezozómoc, su odiado enemigo, aprovechó ese momento de flaqueza para hacer nuevas alianzas con señoríos desleales a Ixtlilxóchitl, y juntos lanzar una ofensiva definitiva sobre la capital acolhua. Rodeada por tierra y bloqueado su puerto hacia el gran lago, Texcoco tuvo que aguantar lo insostenible, hasta que su tlatoani decidió esconderse en las cuevas de Tzinacanoztoc, acompañado de su hijo Nezahualcóyotl y un grupo de guerreros fieles, entre ellos Cuamatzi, consejero y protector de Ixtlilxóchitl.

Cuamatzi recordaba como si fuera ayer aquella visita junto con Techotlalatzin a las cuevas de Tzinacanoztoc en 1367, 51 años atrás, cuando el tlatoani Ixtlilxóchitl era tan solo un niño de 16 años, justo la edad del príncipe Nezahualcóyotl en ese fatídico año de 1418. 

La situación en ese momento era totalmente diferente y apremiante. Los hombres de Tezozómoc, después de buscar a Ixtlilxóchitl en su palacio, por buenas fuentes se enteraron de que el tlatoani se ocultaba en las cuevas de la sierra que bordeaba Texcoco.

—¡Ahí vienen! —gritó uno de los vigías acolhuas.

Por una de las laderas que comunicaba a las cuevas se divisó un grupo de treinta feroces guerreros.

—¡Enfrentémoslos en esa arboleda! —ordenó Ixtlilxóchitl—. Cuamatzi, protege a mi hijo y escóndete en las cuevas. Por nada del mundo Nezahualcóyotl debe caer en manos tepanecas o estaremos perdidos.

—Descuida, gran orador. Lo esconderé en el mismo Mictlán, si es preciso, pero no caerá en manos de Tezozómoc. La vida del piltlahtoani está asegurada a mi lado. 

El tlatoani acolhua y el nahual tlatelolca se dieron un fraternal abrazo que auguraba una irremediable despedida. Lo mismo ocurrió entre el padre y el hijo. Los ojos de Nezahualcóyotl se llenaron de lágrimas sin poder articular una palabra más. Ixtlilxóchitl y sus hombres corrieron a la arboleda para recibir a los guerreros tepanecas.

El encuentro fue sangriento. Los tepanecas doblaban en número a los acolhuas. Ixtlilxóchitl luchó como una fiera herida. Cuamatzi, desobedeciendo al orador acolhua, se unió por un momento a la pelea, mientras Nezahualcóyotl observaba todo en detalle desde la seguridad de unas rocas cerca de la cueva.

El macuahuitl del nahual partió dos cráneos y cercenó limpiamente dos testas, pero la superioridad numérica fue determinante. Ni con toda su bestialidad pudo evitar que el tlatoani acolhua fuera ensartado por una lanza en el pecho. Dando prioridad a la vida del príncipe, huyó del lugar, se refugió entre unas peñas para alcanzar al piltlahtoani, y juntos se perdieron en el interior de la cueva.

—Internémonos en la cueva o te matarán. ¡Vamos que ahí estaremos a salvo!

Al llegar a la cueva, tres tepanecas se adentraron osadamente en la caverna para intentar atraparlos, solo para encontrar la muerte ante el nahual tlatelolca.

El resto de los yaokiski, temerosos a la entrada de la cueva, mejor regresaron a donde se encontraban los cadáveres de los acolhuas caídos. El jefe de ellos, satisfecho por el éxito de su misión, cercenó la cabeza del tlatoani acolhua para llevarla en sal a Azcapotzalco. Con este triunfo, Tezozomoctzin se convertía en el amo absoluto de los cinco lagos del Valle de Anáhuac.

Por Alejadro Basáñez Loyola

Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas de Penguin Random House: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca” y “Santa Anna y el México Perdido”; y de Lectorum: “Juárez ante la iglesia y el imperio”;  “Kuntur el inca”  y “Vientos de libertad”. Facebook @alejandrobasanezloyola

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